Homenaje 2009


Mil vientos
Poema de Elizabeth Frye, escrito en 1932
(A Thousand Winds), leído por Yoshiko para Enrique.
 No te quedes llorando junto a mi tumba,
Pues no estoy ahí, ahí no duermo.
Estoy en los mil vientos que soplan,
Soy la nieve que cae suavemente.
Soy la suavidad de la llovizna,
Y los campos de trigo madurando al sol.
Estoy en el silencio de la mañana,
Y en la exaltante ráfaga de pájaros sublimes 

volando en círculos.
Estoy en el brillo de las estrellas en la noche.
Estoy en las flores que se abren. 

Estoy en un cuarto silencioso.
Estoy en las aves que cantan.
Estoy en cada cosa hermosa.
No te quedes desolado junto a mi tumba
Ahí no estoy: no he muerto.

 

Anaïs Creux Low (canto) y Amalia Low

Para conmemorar los 70 años de nacimiento de Enrique, su amigo Jaime Vásquez Caro organizó un homenaje, junto con Rómulo Polo y la familia, en el Auditorio Fabio Lozano que puso a disposición la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Hubo un conversatorio, palabras de la familia y amigos, canciones por su nieta Anaïs Creux Low y poesía. 








El último caído...
Enrique Low Murtra
poema de Joseph Berolo

se tiñeron
de sangre
como otrora
de un ingrato abril
las viejas calles empedradas
de mi Salle procera,
la de mis auras
ya lejanas...
viajero de las aulas
lo esperaba acechante
y anunciaba muerte,
caminante raido,
sentenciado por su alma
de soldado...
Enrique... fuiste
el último caído
en el instante mismo
de otra hora siniestra
de nuestro inmenso abismo.
ya reposa tu cuertpo
en el valle infinito
del silencio...
ya te escoltan
los ángeles del cielo
protegido, al fin,
de las bestias 
deste infierno maldecido.


 ¡...aún soñamos con la Colombia que querías! 
TEXTOS PUBLICADOS EN EL FOLLETO CONMEMORATIVO de MARZO 2009

Honrando a un colombiano serio y dedicado
Richard Bird


Como yo mismo cumplí 70 años hace unos pocos meses, es particularmente doloroso pensar en lo trágico que es que Enrique Low ya no esté aquí para compartir lo que hubiera sido una ocasión similarmente felíz con su familia y sus amigos.

Aunque había conocido a Enrique y me había familiarizado con su trabajo durante una de las múltiples visitas qeu hice a Colombia en la década precedente, sólo tuve la oportunidad de trabajar con él cuando fue miembro de la Misión de Finanzas Intergubernamentales. Su contribución al trabajo de esa misión -ayudar a ese disparejo grupo a lograr una conclusión unánime sobre la necesidad de cambios mayores en la estructura y la operación de los arreglos fiscales intergubernamentales, entre otras- fue invaluable.

La trayectoria de Enrique lo llevó más allá de mi sencilla esfera fiscal, pero para mí su trabajo en la misión ya había demostrado que era tanto un estudioso y analista de primer orden en asuntos de políticas, como un colombiano serio y dedicado. Ambas características, así como su sobresaliente coraje, continuaron y fueron evidentes en sus roles judiciales y políticos posteriores.

Aunque nuestros trayectos sólo se cruzaron ocasionalmente después de este período, pues mi trabajo se situó cada vez menos en Colombia, seguí de cerca la carrera subsiguiente de Enrique: primero con interés, luego con admiración por su fortaleza frente a las grandes adversidades y al final, con gran tristeza, cuando las oscuras fuerzas que atormentan su amado país lo aniquilaron

Enrique Low no ha sido olvidado en Colombia, como lo muestra esta reunión. Ni tampoco lo han olvidado aquellos quienes, como yo, lo conocieron de manera breve, hace tiempo. Hace casi 20 años, en el prefacio que escribí sobre impuestos y desarrollo económico, reconocí a Enrique como uno de los contados colombianos que más me enseñaron sobre el tema.

Hoy, podría añadir que en muchas maneras la vida de Enrique nos sigue enseñando a todos algo muy importante. No sería fácil olvidarlo.


Aquel soñador inolvidable, aquel talento irremplazable
Rómulo Polo Flórez

Inmensa mi suerte al conocer y trabajar con Enrique Low Murtra durante sus años en Impuestos Nacionales. Luego, disfruté de una amistad con eventuales almuerzos en días laborales, o visitas los fines de semana y alguna reunión de social, contactos que se hicieron más difíciles con su ascenso merecido y meritorio a distintos cargos públicos desde los cuales construyó con inteligencia y decoro la patria que amó. No siendo yo abogado ni economista, nuestra charla era más mundana, cargada de chistes, más suyos que míos, y ambientada por sus risas socarronas y las muy sonoras de mi esposa, Dolly, y a veces una frase de Yoshiko, breve, suave y atinada, con su humor asiático, difícil para nosotros. Por eso, y por la admiración que les profesamos los hicimos padrinos de nuestra hija Camila Ma., en un bautizo a 4 manos, que compartieron con otro amigo entrañable, el diseñador suizo-americano Alfred B. Girardy.

Fue en tal ocasión, cuando la mutua simpatía entre el hombre de estado y el artista, afianzada por la fluidez de ambos en inglés, le permitió a Alfred, un excelente y asiduo fotógrafo, descubrir la suela gastada en un zapato de Enrique y, con discreción, registrar el detalle. "No es una toma original" -ya era famosa la de un político americano- dijo Fred, "pero: ¡éste es un hombre auténtico!" Enrique se ruborizó un poco, y ecuánime, como siempre fue, lo asumió con humor.

Yo era diseñador, profesor de Arquitectura en la U. Javeriana, recién extraviado en la burocracia por culpa directa de Germán Quiñones y Aníbal Gómez, quienes me llevaron a Divulgación Tributaria, entonces una oficina con un jefe jurista y tres técnicos: "publicista", teclista y ciclista. Fue una época interesante -Carlos Lleras, Abdón Espinosa- cuando comenzamos a estructurar esa actividad. Al pasar Germán a ser Administrador en Bogotá, yo ascendí a jefe. Por esos años me hice amigo de Jaime Vázquez, Jefe de Planeación del Ministerio, más por casualidad y empatía que por función. Y aunque el trabajo era atractivo, burocracia es burocracia, me sentía un extraño en ese mundito alejado del Arte y el Diseño, lo mío. Entonces participaba en bienales, exposiciones y otras actividades culturales; por eso me conocían en el medio y ofrecieron un excelente cargo privado, en Cali. Iba a renunciar cuando nombraron a Enrique de Director de Impuestos. Él, con su don de gentes, su propio ejemplo y sólidas razones emotivas me demostró que era mas trascendental servir a la patria, incluso con un sueldo en exceso menor.

Fue una oportunidad extraordinaria, cuando replanteamos la función de divulgación y se cambió la identidad y la imagen de esa entidad. A Enrique le encantaba lo que hacíamos y me aprobó el proyecto de símbolo que por muchos años identifico a esa dependencia -la IN, muy legible y moderna- que sustituyó la anticuada de la DIN (años después la IN sería reempazada por la "uña en el tesoro" de la actual DIAN, de la cual no soy responsable). Gracias a él, reorganizamos la sección, que pasó a ser División, con un excelente equipo humano y una visión integral de la comunicación, la publicidad, la orientación al contribuyente y la labor editorial.

Menciono otra historia breve: hacia 1978, siendo yo director de Diseño Industria en la U. Javeriana, el Rector me delegó la atención de un importante empresario japonés. Ambos con un inglés regularzón, en lo técnico nos entendíamos, pero en lo demás, ¡qué rollo! Así que invité a Enrique y Yoshiko, y aceptaron cenar en La Fragata con aquel personaje. Éste y Yoshiko se encarretaron en sus temas nipones. Enrique, mi esposa y yo, profundizamos en cosas cotidianas. En algún momento el japonés miró a nuestro amigo y le preguntó a quemarropa por su dolor de espalda... Enrique respondió que si, que le dolía. Y aquel hombre de edad indescifrable y rostro apacible le dijo: ¿Cuánto hace que no visita la tumba de su madre? Enrique, lívido, respondió que hacía mucho. El japonés,, que además de industrial, era un monje sintoísta, le dijo que volviera a hacerlo y desaparecería aquel dolor. Dicho y hecho. Fue sorprendente.

No alcanzamos a ver de nuevo a los Low a su regreso de Suiza. Sólo lo volví a ver aquella noche negra en su cajón de tristeza, amortajado ya, con una paz incomprensible en su faz. Mantengo su imagen bonachona, simple, cálida y gentil, su afectuosidad sincera y el recuerdo de su inteligencia y sensibilidad.

¡Cuánta falta nos haces! Y a esta patria ingrata que amó, soñó mejor y trabajó por lograrlo, aún influida por gente que en lo moral, en lo creativo y en sentido de justicia no le llega a los pies.

Nos queda tu sueño de una patria por construir.


El Enrique que yo conocí
Aníbal Gómez Restrepo

Siendo yo un estudiante de economía de la Universidad del Valle, a mediados de los años sesenta, oí mencionar, por primera vez, el nombre de Enrique Low Murtra. En mi condición de dirigente estudiantil, no desperdiciaba oportunidad para despotricar del imperialismo yanqui, lo cual era alimentado por la cantidad de profesores gringos que había en la universidad. Recuerdo el cuento que empezó a circular y en el cual se contaba que habían llegado dos leones del África y uno se había ido para Bogotá y el otro se había instalado en la Universidad del Valle. A los pocos meses se encontraron y el león bogotano, famélico y desdentado, le preguntaba al valluno, a quien veía hermoso y rozagante, qué lo mantenía de tan buen semblante y éste le contestó que se la pasaba comiendo gringos en la universidad y remataba en verso diciendo: hay tantos gringos allí/ carne rubia y opulenta/ que me como tres al día/ y nadie se ha dado cuenta.

En ese ambiente, oír mencionar que había llegado un nuevo profesor desde los Estados Unidos de apellidos Low Murtra y, encima de eso, rubio y ojiazul, presentaba una hermosa oportunidad de protesta estudiantil. Al día siguiente entró Enrique a dictar su clase de Historia de las Doctrinas Económicas y al minuto nos había seducido a todos. Qué enorme capacidad de transmitir sus enseñanzas de una manera sencilla y didáctica. Qué insuperable confianza la que infundía a sus alumnos.  Qué enredada tan berraca la que se pegaba tratando de borrar lo que acababa de escribir en el tablero. Con él, más que nunca, pero en el mejor sentido de la palabra, se podía decir que lo que escribía con la mano lo borraba con el codo. A raíz de las discusiones sobre el primer trabajo que nos puso y que se llamaba "¿Fue Platón comunista?", iniciamos una bella amistad que se extendió a nuestras familias y que en mala hora fue interrumpida por la brutalidad en la que este pobre país nuestro ha estado inmerso durante tantos años.

Esa amistad a la que él se entregaba, igual que con todos, sin reservas, me dio la oportunidad de conocerlo y de admirarlo cada vez más. Y ese conocimiento me confería autoridad para refutarle a quienes no lo conocían bien y que, por ello decían, que era un genio distraído y,  por lo tanto ajeno a la realidad, asegurándoles que a pesar de su superior inteligencia y de sus dotes intelectuales y espirituales, que muchas veces demostró con sus poemas, era un genio, sí, pero con los pies muy bien puestos sobre la tierra. Claro que, cuando desayunábamos en la cafetería de la Universidad de Harvard en compañía del profesor Richard Musgrave y Enrique, tratando de convencernos de sus argumentos sobre el impuesto sobre la renta, hablaba y mientras  lo hacía, echaba todo el café en la azucarera en vez de hacerlo en la taza, empecé a dudar sobre si aquellos amigos efectivamente tenían la razón.

Por supuesto que no la tenían. Su generosidad y su desprendimiento lo hacían distinto de muchos pero lo hacían insuperablemente humano. En cierta ocasión, en la que viajaba con mi familia a Chicago y, en Miami, me habían pedido que debía pagar por la silla de mi hija pequeñita lo cual no me habían exigido en el trayecto desde Bogotá, yo, para beneplácito de mi esposa, quien creía que yo era capaz de resolver cualquier contratiempo y, en esta oportunidad, por no tener los 25 dólares en efectivo o por no tener una tarjeta de crédito, no encontraba una solución, me senté en una banca a meditar sobre mi incapacidad, hasta que, con la cabeza semiagachada, alcancé a ver unos zapatos que eran calzados por los pies de una persona que daba un paso hacia el oriente y otro hacia el occidente y no tuve la menor duda de que esas pisadas desparramadas eran la de aquel personaje que nunca fue capaz de aprender a marchar en la Escuela Naval. Levanté la mirada y, tal como lo sospechaba, era mi amigo Enrique. Después de casi ahogarlo con mi abrazo, le conté mi situación y él, que en ese momento trabajaba en el Banco Interamericano, me dio un cheque personal, en blanco, para que pagara el asiento de mi hija. Guardé ese cheque, que no tuve necesidad de utilizar, durante varios meses, hasta un día en que resolví llenarlo por un millón de dólares y hacérselo llegar por correo a Washington. Ese era Enrique Low como amigo.

Además de esas virtudes personales, tenía también una enorme sensibilidad social, la cual manifestaba en su posición política que lo hacía más amigo del impuesto sobre la renta que de los impuestos indirectos porque con el primero se impedía una mayor concentración del ingreso lo que era, y sigue siendo, uno de los grandes problemas de nuestra sociedad.

Para rematar, y lo menciono porque ésta fue una posición política conocida por muy pocos, era enemigo frontal de la pena de muerte, porque consideraba que se podía convertir en un instrumento político indeseable. También allí se mostraba no solamente como un hombre sensible sino como alguien con un profundo sentido práctico de la realidad.



Ya hubieras sido presidente...
Jaime Vázquez Caro


Conversatorio alrededor de ELM
Por mucho tiempo borré su muerte, que ya sentía, que ya sabía, que ya le había advertido cada vez que lo veía, que ya había discutido con cinco de sus compañeros de gabinete que por extraña casualidad eran amigos. Haber borrado a Enrique fue mi mecanismo sicológico de defensa. Andaba bravo con él despues de muerto por haberse sacrificado de esa manera. Por no habernos escuchado a los muchos que le decíamos "no tomes riesgos tan grandes". No escuchó a Yoshiko ni a las niñas. Andaba bravo porque su conducta equivalía a haberse suicidado. Con el tiempo pasó esa piedra tan grande que tenía y el olvido forzado por mi mente. Volvió la memoria, el buen recuerdo y muy particularmente la falta que me ha hecho desde su partida. La falta que nos ha hecho a quienes lo conocimos. La falta que le ha hecho a Colombia. Por eso los convoqué. Por que se que los invitados, comparten todos conmigo ese sentir de haber sido "el mejor amigo" de Enrique. Porque sé que como seres humanos sentimos una profunda emoción con su recuerdo. Porque seremos siempre la comunidad de amigos y admiradores de Enrique Low. 

Tuve tres discusiones en las que no nos pusimos de acuerdo. En últimas, todas ellas de diferencia por valores y modos de ver la vida. Todas de enseñanzas profundas.

La primera fue el concepto mezquino de vivienda en la estrategia de la construcción del plan de las cuatro estrategias que yo no podúa aceptar y que él defendía desde una postura macroeconómica de empleo con "un algo es algo, Jaime... si no se hace nada estarán sin techo". Simplemente no me cabía que un país tan grande negara la posibilidad de un espacio mayor, un hábitat digno. Le decía que las casas del Instituto de Crédito Territorial de finales de los cuarenta eran bellas y tenían 147 ms. A regañadientes le ayudé a redactar la exclusión o exención (ya no recuerdo) del IVA de los materiales para las viviendas sin cuota inicial o del mal llamado interés social.
Pienso lo mismo hoy cuando paseo por los barrios producto de ese concepto mezquino de espacio para los pobres, que transformó sistemáticamente la arquitectura en mínimos, en una producción de bonsáis urbanos, donde los andenes se llenan de asientos recargados contra los muros y equipos de sonido porque la sala está en la calle, pues no cabe en la casa a pesar de estar en planos. La sala de los planos es una alcoba más en un atiborrado espacio indigno. Creo que con el tiempo me fue dando la razón. Nunca volvimos a hablar de eso.

La segunda fue una tarde cuando, después de almorzar, lo noté intranquilo y me contó que había producido un fallo en el que confirmaba una decisión de Impuestos Nacionales por incumplimiento de un requisito previo: la cancelación del impuesto de la liquidación privada. Era un caso grande (tal vez veinte millones de la época) y el contribuyente había pagado la mayor parte de su liquidación privada (unos cinco millones) y por error evidente le habían faltado mil pesos. Dura est lex cet lex, me dijo, sin estar contento.

Le molestaba el formalismo extremo al que los valores de los abogados lo llevaban. No estaba tranquilo con la decisión. Yo tampoco. Algo nos decía que estaba mal. Reflejaba unos malos valores de la época que el juez tenía que aplicar. Entendí la soledad de los jueces. Mucho tiempo después y, obviamente, sin contarle quien había producido el fallo, lo discutí con un amigo común, el mejor tributarista que he conocido y él tampoco estuvo de acuerdo. Me habló del reconocimiento de algo aí como "el error común o error mínimo" que Enrique no aplicó. 

La tercera fue por la que empecé. Estaba en desacuerdo con su regreso al sector público como ministro de Justicia a exponerse de nuevo, como lo hizo cuando estuvo de consejero de Estado en los años de Pablo Escobar, una época tan difícil para la Justicia cuando se nos fue en la toma del Palacio de Justicia, entre otros, Alfonso Patiño Roselli, el ministro de Hacienda que lo nombró como director de Impuestos Nacionales y a mí como jefe de planeación del Ministerio. La última vez que lo critiqué en forma muy seria me dijo, "no hablas con Enrique tu amigo, hablas con el ministro de Justicia de Colombia". No lo volví a criticar sino me limité a ver como ayudaba al ministro, mi amigo.

Fueron años en los que las comunicaciones eran de larga distancia internacional y en medio de la angustia. Como soldado técnico en el Fondo Monetario Internacional traté de buscarle ubicación a enrique desde 1987. A quienes conocía les manifesté el riesgo de enrique y la necesidad de sacarlo de Colombia porque lo iban a matar. Escucharon, peron no hicieron nada. Después de su muerte me volteaban la cara cuando nos cruzábamos por la calle en Washington. Con el mínimo poder administrativo que tiene un técnico convencí al director del Instituto de Estudios Fiscales de España del talento de Enrqiue y de la necesidad de que no regresara a Colombia cuando su compañero de gabinete decretó su relevo en la Embajada en Berna. Lo convenció su hoja de vida. Hay un problema, dijo, debe ser español. No caí en cuenta que Enrique era hijo de española. Ni el tampoco cuando le conté. Era tan colombiano. En síntesis, no pude en mi angustia "colocarlo" en ninguna parte. Después de su muerte, sus compañeros del Banco Mundial comenzaron a aparecer y como siempre ocurría, lo adoraban. Lo habían perdido de vista y no sabían que yo era, como todos los que lo conocimos, su "mejor amigo". Tenían el poder que yo no tenía para haberlo sacado de Colombia.

Lo demás de nuestra relación fue goce administrativo y goce mundano hasta cuando el terror de la mafia nos paralizó. Digo administrativo pues en general no se habla de Enrique el administrador público. Pienso yo que esta fue su gran habilidad pues aportaba el recurso más escaso de Colombia: la gerencia pública. Enrique le metía el diente a las instituciones, con seso, con garra, con amor. Durante su paso por la DIN me permitió, en la práctica, enterarme detalladamente de los juegos contables que se hacían con los ingresos tributarios -en particular el impuesto sobre la renta- y proponer fórmulas para evitar la generación de superávits ficticios, un mecanismo colombiano que permitía al director de presupuesto de la época decir: "gobernar es emitir". También me nombró brevemente como administrador encargado en Barranquilla donde me bautizaron "el Enviado". Allí conocí de cerca lo que sólo veía "de lejos" en Bogotá cuando el edificio de los ministerios compartía sus pasillos y pisos con la administración de impuestos de Bogotá y sus más de mil empleados y su medio millón de contribuyentes en filas y filas. Estas experiencias marcaron mi futuro como "experto en administración tributaria" y con este nuevo sombrero el destino me llevo por el mundo. Se las agradezco.

Dije goce mundano porque gozábamos el septimazo vespertino mirando chicas. La caminada hasta el Chispas del Tequendama a tomarnos un margarita, los almuerzos en el "Último Esfuerzo", chuzito en la calle 6ª con la 7ªA, a media cuadra del ministerio, en el Club Suizo de Bogotá o en el Gran Vatel, a donde rara vez íbamos. En los viajes que hicimos juntos a las administraciones de impuestos del país o al exterior representando a Colombia en los foros de directores de impuestos de las Américas, nos divertíamos también. Debo confesar que aunque traté de enseñarle a bailar, no pude. Para eso no servía Enrique. 

Qué falta que haces Enrique en estos momentos de Colombia cuando seguramente como Galán ya hubieras sido nuestro presidente. Serían otros los valores. Sería otro el país.




El amigo que se sacrificó por Colombia
Francisco E. Thoumi Jazbún 

Conocí a Enrique en la facultad de economía de la Universidad Nacional cuando regresé de mis estudios de posgrado en 1969. En ese entonces Albert Berry había conseguido fondos de la Fundación Ford para fortalecer esa facultad llevando  algunos profesores con posgrados recientes. Enrique estaba en la facultad de tiempo parcial y yo de tiempo completo. En Enrique encontré un "viejo maduro" que me ayudó a navegar las agitadas aguas de la Nacional de esa época.

Creo que tenía la avanzada edad de unos 32 o 33 años. En realidad yo nunca he sido apto para trabajar en organizaciones burocráticas y Enrique me proporcionó apoyo y guía por primera vez cuando a principios de 1970 el rector Mario Latorre Rueda nombró una comisión para investigarme en respuesta a las acusaciones de ser agente de la CIA formulada por dos líderes estudiantes: el hoy ex senador Ricardo Mosquera y Guillermo León Sáenz, mejor conocido como Alfonso Cano. En esa ocasión Enrique actuó como un hermano mayor que me mostró que esas cosas eran parte de la vida y que en el fondo no eran importantes en el largo plazo. Yo renuncié a la Nacional y pasé a trabajar a Planeación Nacional donde Enrique trabajaba. En esa época Planeación era un sitio extraordinariamente estimulante para los jóvenes economistas. El gobierno de Carlos Lleras daba mucho peso a los "técnicos" con posgrados en el exterior y sentíamos que podíamos tener influencia en decisiones importantes. Enrique allí me hacía bajar de la nube para entender la importancia de la realidad política.

Un par de años más tarde volví a encontrarme con Enrique. Esta vez en el Banco Mundial. Él trabajaba en la región de América Latina y yo en el Departamento de Desarrollo Económico. Parte de mi trabajo consistía en prestar servicios de consultoría en las regiones. Enrique y yo dialogábamos con frecuencia discutiendo casi siempre la temática colombiana. Realmente entre los pocos profesionales colombianos que trabajábamos en el banco en esa época Enrique sobresalía por ser el que se mantenía más vinculado al país.  Allí lo ví padecer las rigideces de una burocracia multilateral que sobreestimaba su importancia.

En Washington Enrique tenía un conflicto muy fuerte. Por un lado él veía que las oportunidades de educación para sus hijas y la calidad de vida de su esposa eran mucho más altas que en Bogotá pero, por otro, sentía que su trabajo daba seguridad económica pero era casi que irrelevante.

Era como si fuera un traidor que no estaba dispuesto a sacrificarse por Colombia. Al fin estos sentimientos triunfaron y Enrique decidió regresar a luchar en Colombia a pesar de que tenía todas las destrezas técnicas y la personalidad para hacer una brillante carrera en el Banco Mundial. Después de que él salió del banco lo vi unas pocas veces en Bogotá. En esas ocasiones siempre me expresó su profunda frustración con los desarrollos del narcotráfico, la guerrilla y la creciente corrupción y su compromiso para luchar contra ellos.

A principios de 1991 recibí una llamada de Jaime Vázquez quien me dijo que había hablado con Enrique en Bogotá, quien andaba sin protección y temía por su vida. Jaime me pidió que ayudara a conseguirle un trabajo fuera del país. Hice algunos esfuerzos pero en esa época yo estaba como consultor independiente sin vínculos burocráticos, lo cual hizo que mis esfuerzos no fueran fructíferos. Es difícil expresar lo que sentí el primero de mayo de 1991 cuando en el Washington Post se publicó la noticia del asesinato de Enrique.

No solamente fue el dolor de la pérdida de un gran amigo. Fue mucho más, un sentimiento de desesperanza en el futuro de Colombia que a pesar de los recientes aparentes avances aun hoy persiste.

A principios de mayo Jaime me volvió a llamar en medio de su dolor para contarme que le había conseguido una consultoría en Buenos Aires, pero sólo iba a empezar en junio, un mes demasiado tarde. Esta información sólo aumentó la tristeza y el dolor causado por la muerte de Enrique.

A nivel puramente personal, ofrecer mi libro Economía Política y Narcotráfico a la memoria de Enrique y de Luis Carlos Galán fue solamente un intento de reconocer la importancia de Enrique para Colombia y una expresión de su frustración compartida conmigo con la forma en que el país se ha desarrollado.


El sentido de la ley
Alfredo Lewin Figueroa

Como todos los que tuvimos el privilegio de conocer a Enrique Low Murtra lo sabemos, él fue, ante todo, un buen hombre en el más amplio y preciso sentido de la palabra. Muchos lo recordamos por su excelencia profesional como jurista y economista, y todos guardamos en la memoria su rectitud y el ejemplo que siempre impartió en la cátedra y en todas las actividades que emprendió en su vida.

Bastaba ver su figura y escucharlo para comprender que se trataba de un gran ciudadano, de un hombre de bien, de un profesor de vida más que de Derecho o Economía, ciencias a las que con prestigio y rigor, además de admiración de sus colega y amigos, dedicó su vida profesional.

A veces a Enrique le temblaba la voz, pero jamás la moral, ni su compromiso permanente con las cosas buenas y correctas, y por eso los que fuimos sus alumnos, sus compañeros de trabajo y sus amigos, tendremos siempre el recuerdo vivo de un hombre que nunca debió morir, y menos aún en las absurdas circunstancias en las que ocurrió.

Quisiera destacar que, como jurista, Enrique Low se distinguió, entre otros aspectos, porque tenía una forma muy propia y sabia de leer las normas. En efecto, sus sentencias como Magistrado del Consejo de Estado son buen testimonio de su preocupación en el sentido de que la ley no sólo debía aplicarse e interpretarse en su sentido literal, sino sobre todo de manera que la justicia y la equidad primaran sobre la simple forma. Se adelantó en nuestro medio a la idea hoy plasmada en la Constitución, en cuanto a que la sustancia y el fondo deben prevalecer sobre la forma.

Agradezco la invitación que ayer me hizo nuestro común amigo Jaime Vázquez para escribir esta página, lo cual hago lleno de emoción y cariño y con la ilusión de que quienes lo conocimos contribuyamos, así sea con un granito de arena, a que su buen ejemplo viva para siempre, en esta sociedad que tanto lo requiere. Espero en otra ocasión aportar un escrito académico que, junto con los de otros colegas y amigos, sirvan de memoria y recuerdo de este gran hombre que hoy deberá seguirnos acompañando, para bien de la sociedad colombiana.


Mártir de la tragedia colombiana
Clara Elsa Villaba de Sandoval

En mi trayectoria estudiantil y laboral tuve la suerte de coincidir en diferentes momentos con Enrique Low en sus facetas de profesor, investigador y funcionario público de la rama ejecutiva y judicial.

Lo conocí en el año 1968, comoquiera que fue mi profesor de Finanzas Publicas en la Universidad Nacional. Desde ese momento lo admiré; a su mente clara, organizada y brillante se añadía una personalidad de hombre sencillo, humano y cálido y por sobretodo con un gran espíritu de servicio y entrega a los demás. Por aquella época el doctor Miguel Urrutia adelantaba con mi colaboración una investigación que tenía por objeto estimar y analizar la distribución de ingresos en Colombia.

En varios de los capítulos de esta extensa investigación tuve el privilegio de acercarme y contar con sus luces y orientaciones, especialmente en los capitulos; "Una Reforma a la Educació Pública y sus implicaciones Fiscales", "Distribución de la Educación y Distribución del Ingreso" y "Política Fisca y Distribución del Ingreso". En las diferentes investigaciones que tanto en el CID como en Fedesarrollo se adelantaron sobre Finanzas Públicas siempre lo consulté. Se interesaba mucho en ayudar a explicar y analizar los distintos hallazgos. Fue sin duda un agudo investigador, un teórico pragmático.

Ya en la década de los ochentas, coincidimos nuevamente en el ejercicio del control Fiscal, yo como Contralora Auxiliar de la República y él como Consejero de Estado. Muchas veces fui invitada como observadora a sesiones del Consejo de Estado donde se deabtían temas de orden tributario, monetario y presupuestal; sus intervenciones ilustradas, convincentes, generaban una gran admiración, no en vano dominaba conjuntamente el Derecho, la Economía y la Hacienda Pública, lo que le proporcionaba las herramientas conceptuales complementarias de estas dos ciencias para elaborar conceptos jurídicos verdaderamente magistrales.

El Presidente Virgilio Barco lo designó Director General del Sena en 1986 y posteriormente ministro de Justicia. Su formación integral le permitía ejercer cargos tan disímiles en la administración pública. Tuve el honor de sucederlo en la Dirección General del Sena. Me entregó el cargo con la mayor cordialidad y me confeso que estaba muy contento en el Sena porque consideraba que desde esa entidad se podía prestar un gran servicio a las poblaciones más vulnerables y necesitadas del país.

Su llegada al Ministerio de Justicia lo llevaría posteriormente a la muerte, al ejercer con firmeza e integridad la administración de justicia. Paradójicamente, un funcionario público excepcionalmente pulcro como Enrique Low fue víctima de la aplicación de la politiquería y de la falta de protección del Estado. El mundo al revés. Una campaña contra al corrupción y la politiquería en la administración pública debería tener como estandarte y paradigma a Enrique Low Murtra.

Pareciera un sacrificio inútil el de Enrique Low, a la luz de los precarios resultados de las políticas globales de la lucha contra el narcotráfico y sus influencias nefastas para la sociedad colombiana.


Mis recuerdos
Guillermo Perry
 
Enrique fue un hombre excepcional. El país y sus amigos perdimos mucho con su muerte prematura. Brillante como el que más, su profundo conocimiento combinado de la economía y el derecho y su pasión por los asutos públicos -con los que contribuyó enormemente desde Planeación, Impuestos Nacionales y el Ministerio de Justicia -hubiesen sido valiosísimos posteriormente en la Asamblea Constituyende de 1991 y en la Corte Constitucional.

Era como mandado a hacer para éstos escenarios. Muchas veces pensé que Enrique se habría realizado y sentido como pez en el agua en la Constituyente (donde, además, hubiera podido desempolvar sus premios juveniles de oratoria) y que el país se hubiera beneficiado mucho de tener alguna vez un Presidente de la Corte como él, señalando un derrotero más razonable a la interpretación del alcance de los derechos económicos y sociales consagrados en la Carta. Seguramente hubiese sido también Ministro de Hacienda y lo habría hecho igualmente bien.

Era, además, un hombre bueno, de una gran calidez personal, un agudo sentido del humor y una risa fácil, generosa y contagiosa. Era un gocetas, en el mejor sentido de la palabra. Gozaba a rabiar con un buen concierto, con una gran novela, con una plácida conversación entre familiares, tomándose unos tragos con los amigos, viendo pasar a una mujer bonita. Estas facetas de Enrique lo hacían ser especialmente querido por todos y le evitaron ese karma que persigue a casi todos los hombres públicos de ser demasiado trascendentales y conscientes de su propia importancia.

Nunca olvidaré como sufrió cuando se voló un narco de la cárcel -no recuerdo ya cual de tantos- y concluyó que era necesario, y posible, aplicar la extradición. Nos convenció en el Consejo de Ministros y todos sus colegas de gabinete de la Adminsitración Barco y, unos más a gusto que otros, firmamos los Decretos de Excepción mediante los cuales se estableció por vez primera ese pragmático y útil mecanismo de lucha contra el narcotráfico. Enrique habría de sufrir aún más cuando el decreto ya firmado se engavetó por largos meses en el escritorio de don Germán, que ya por entonces hacía y deshacía en el gobierno, ante el avance de la enfermedad que afectaba al Presidente, hasta cuando asesinaron a Luis Carlos Galán y el Gobierno, ante el tsunami de indignación nacional que se produjo, no tuvo más remedio que desengavetarlo y aplicarlo. 

Durante ese interregno, en el que un Enrique amenazado de muerte por haber promovido el decreto y frustrado por su falta de aplicación, buscaba como salir del Gobierno a un sitio seguro, el Presidente Barco, después de una conversación en la que insistí que el Gobierno tenía una gran deuda con él y debía protegerlo de manera especial, lo nombró como embajador en Suiza. Allí departí con Enrique, en los cafés de Berna y en las orillas del lago Leman, unas maravillosas tardes conversando sobre lo divino y lo humano y doliéndonos de lo que estaba pasando en el país y de lo que se veía venir. Pese a eso, y a los riesgos personales de seguridad que corría, Enrique ansiaba regresar al país y seguir contribuyendo a su desarrollo. 


¡Qué cosa lamentable que la politiquería lo hubiese sacado luego de allí y lo hubiera expuesto inerme a su fatal destino!


Un ser esencialmente generoso
Ruth Younes de Salcedo

Podría invocar el nombre de Enrique Low Murtra, en torno de algunas de las muchas facetas de su ser inteligente, que tuve el privilegio de conocer y la oportunidad de compartir de cerca. Son bien conocidas sus realizaciones como jurista, investigador incansable de temas del derecho y la economía aplicados al campo financiero y tributario, tratadista, catedrático, magistrado, ministro.

Pero desde mi afecto y gratitud perdurables, sobresale el recuerdo de Enrique Low Murtra como el extraordinario ser humano que fue, profundo en sus afectos familiares, firme y solidario en su amistad, con una contagiosa alegría de vivir, honesto y transparente en sus actuaciones, respetuoso y amable con todos, cualquiera fuera la distancia jerárquica, intelectual o social, incapaz de hacerle daño a alguien pero valeroso y desprevenido en el cumplimiento de su deber, lo que habría de llevarlo al sacrificio, demasiado pronto, demasiado trágico y doloroso y, lo más triste aún, inútil en un país donde la vida misma dejó de ser un derecho esencial digno de protección, donde ya nada es capaz de conmovernos colectivamente.

Enrique Low Murtra fue un ser esencialmente generoso. Conmigo lo fue en grado sumo desde cuando lo conocí, a comienzos de los setenta, como Director de Impuestos Nacionales. La confianza que depositó en mí, la amistad y el estímulo que me brindó a través del tiempo, marcó el rumbo de mis días, para siempre. Nos dedicó a estudiar en serio, junto con otros funcionarios, con el propósito de redactar un verdadero Código regulador de las relaciones entre la Administración y los obligados al cumplimiento de obligaciones tributarias. Como muchos propósitos frustrados, el proyecto que elaboramos, basado en el Modelo del Programa Conjunto de Tributación de la OEA y el BID, no pudo convertirse en ley antes de que culminara su labor como director y naufragó en otras visiones e intereses.

Quizá como un preámbulo de lo que habría de suceder, en noviembre de 1985 nos salvamos milagrosamente del holocausto del Palacio de Justicia y todavía tengo viva en la memoria su mirada absorta y aterrada, viendo desde la Casa del Florero las llamas que salían del edificio donde pocos minutos antes estábamos, escondidos en distintos sitios, tratando de protegernos de las ráfagas de la guerra, como tantos otros inocentes que confiaron en que ese fuego se apagaría puesto que ya las fuerzas del orden habían entrado con sus tanques, desde antes de que comenzara.

 A su regreso de Suiza, en 1991, tenía la misma alegría de vivir aumentada por al emoción de haber compartido más tiempo con sus nietos. Y a pesar de todos los mensajes amenazantes que había recibido en la Embajada, su meritoria vida no resultó importante para quienes debieron protegerlo.



Un jurista, filósofo, profesor y mentor
Francisco Urrutia Montoya


En vez de otro escrito técnico, quiero hacer un homenaje a quien tanto me ayudó en forma totalmente desinteresada. La influencia de Enrique Low en mi trabajo se siente 40 años después de haberlo conocido como mi profesor de Hacienda Pública en la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, cuando él era el Director General de Impuestos Nacionales.

Su influencia se vio desde que fui parte del equipo que legisló y reglamentó el ICA en la reforma tributaria de 1974 (las malas lenguas han dicho que soy el "padre" del IVA, lo cual sería presumido e inexacto), hasta las propuestas de reforma tributaria integral presentadas al Gobierno del Presidente Uribe en el 2006 por la Cámara de Comercio Colombo Americana y la legislación sobre impuestos al consumo que llevaron a triplicar recaudos en un sector, producto de la reforma del 2002. Es curioso que sea el impuesto al consumo el que me permite hoy tener el placer de discutir con Jaime Vázquez sobre temas tributarios. Él me tilda a mucho honor de efectivista, porque mi énfasis está en el incremento del recaudo; 30 años después sigo insistiéndole a él y a Guillermo Perry que la progresividad teórica se debe evitar si en la práctica un impuesto es regresivo y que la progresividad se obtiene ante todo mediante el gasto. En mi opinión, no se debe subordinar la teoría a la realidad económica.

Todo comenzó cuando fui a presentar mi primera declaración de impuestos en formulario rosado (entonces, el "simplificado"). Mis ingresos como fotógrafo daban para pagar 5,000 pesos; una millonada que no tenía! Luego de mandarme a estudiar en "el libro negro de Legis" y ante mi incomprensión, me explicó que eran las "expensas necesarias" y gracias a su ayuda no tuve saldo a cargo. Unos años después Klim me acusó de enfocar mejor mis fotos que la economía. Cuando le dije que quería hacer mi tesis sobre impuestos, me recomendó que no la hiciera sobre el impuesto sobre la renta sino sobre un impuesto nuevo que se estaba convirtiendo en muy importante en Europa: el IVA. Fue mi director de tesis y seguí trabajando el tema en mi postgrado, con la guía de otros grandes profesores: Richard Musgrave y Oliver Oldman. 
Cuando apliqué a mi postgrado en el programa de política tributaria en la Escuela de Leyes de Harvard, estoy seguro que la recomendación de Enrique fue instrumental para ser admitido. Al año siguiente fue él quien dio mi nombre al equipo de empale del Gobierno del Presidente López, como un experto en IVA, o quizás un tuerto en un país de ciegos. No ha habido persona que más haya influido en mi carrera profesional y siempre fue un placer conversar con Enrique. Espero haber puesto mi grano de arena y seguir aportando al futuro de Colombia. En cualquier contribución, Enrique ha sido y será un factor fundamental.


Fiel a sí mismo, exento de vanidad
Antonio Hernández Gamarra

En mi condición de ciudadano guardo por la memoria de Enrique Low gratitud y reconocimiento. Disposición afectiva común a todos los colombianos de bien frente a la existencia y el ejemplo de enrique por su integridad, por su hombría de bien, por una vida que, como dijera alguna vez Carlos Martínez Silva de don Miguel Samper, "no conoció una contradicción, ni un desvío de la línea recta, ni una cobarde transacción con la inequidad". Más allá de esa constancia, no tiene esta nota el propósito de ahondar en los atributos de Gran Ciudadano que fue Enrique Low, pues lo que aquí querría expresar es mi afecto por el carácter afable y generoso de quien fue un gran pedagogo y un magnífico maestro, rasgos de su carácter de los cuales me beneficié aún sin haberme tocado en suerte el haber sido su discípulo.

Conocí a Enrique a mediados de 1970 cuando, a mi regreso de cursar estudios de especialización en el exterior, él fungía como jefe de la Unidad de Estudios Macroeconómicos en el Departamento Nacional de Planeación. Una corriente de mutua simpatía hizo que Enrique me propusiera que lo acompañara como su colaborador en esas labores. Nunca he sabido bien porqué ello no fue posible, pues por esa época yo terminé trabajando con Roberto Junguito en la Unidad de Estudios Agropecuarios en el DNP y no en la Unidad de Estudios Macroeconómicos. Esa circunstancia en nada disminuyó nuestra comunicación y cercanía producto de las cuales, cuando decidió irse al Banco Mundial a mediados de 1974, Enrique terminó proponiéndonos al doctor Fernando Hinestrosa Forero y a mí que yo fuera su sucesor como decano en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Externado de Colombia.  

Fue en los cerca de dos meses que conversamos sobre la situación de la Facultad, sus posibilidades de fortalecimiento, la necesidad de introducir modificaciones al pensum de estudios, la urgencia de ampliar la planta de profesores y la importancia de transmitir nuestros ideales en la forma más precisa posible al doctor Hinestrosa, que pude apreciar la honda vocación pedagógica de Enrique Low y su generosa condición humana. Aún a sabiendas de que el plan propuesto para fortalecer la enseñanza de la Economía en el Externado podría juzgarse por algunos como una crítica a su tarea al frente de la facultad, Enrique no vaciló en acompañar las propuestas de reforma, en estimular el debate y en animarnos a emprender el camino. Gracias a esa amplitud de miras pudimos trabajar para crear una escuela de Economía que fuese pluralista en lo ideológico, rigurosa en lo académico, respetable en su quehacer pedagógico e investigadora de las dolencias y carencias sociales y económicas de la sociedad colombiana.
Por si ello fuera poco, Enrique volvió cinco años más tarde para reemplazarme en la decanatura y para seguir con espíritu juvenil, no exento de cierta socarronería cuando era necesario, dando ejemplo de apostolado pedagógica, de disciplina, de rigor y de obsesión por transmitir conocimientos. Ese afán pedagógico, cuya expresión más notoria quedó plasmada en los numerosos libros que Enrique Low escribió sobre la teoría y la política fiscal, se asentaba en el hondo convencimiento de que impuestos bien diseñados y un gasto público redistributiva contribuirían a la búsqueda de la justicia social, antes como hoy tan alejada, para mal, de los propósitos de una parte de la sociedad colombiana. Fiel a sí mismo, exento del culto a la vanidad cualquiera, seguro de que era un hombre bueno en el sentido de la palabra bueno -como diría Machado-, y por tanto por encima de odios y violencias, a Enrique lo sorprendió la muerte ejerciendo su tarea pedagógica. Por esa fidelidad a su vocación, y por sus mil virtudes, me asocio con entusiasmo al rescate de la memoria de Enrique Low en buena hora emprendida por Jaime Vázquez Caro.  

 
El amigo, el estadista, el profesor y el jurista
Fernando Garzón Leongómez

Algún sabio dijo que no hay mejor tesoro al de ganar un amigo, y tenía toda la razón porque en el amigo se encuentra al consejero que sin egoísmo nos hace ver nuestras propias virtudes y defectos, para que aprovechemos las primeras y evitemos los segundos, al compañero que goza con nosotros los triunfos que logremos y sufre los fracasos que a veces nos salen al camino. Por eso, parodiando una canción, al recordar a Enrique, con el alma llena de lo que para todos él es nuestro mejor recuerdo, se debe decir: Tú eras mi hermano y mi amigo del alma que siempre estuviste conmigo en las buenas y en las malas, tú fuiste la persona que cuando tuve algún fracaso me diste la mano para que me levantara, tú fuiste mi consejero en los triunfos para que pudiera lograrlos, y el consuelo cada vez que llegue a tropezarme, tú me enseñaste lo que es la amistad a cambio de no exigir nada.


Y el recuerdo de ese amigo es tan grande que, en la Tertulia de los Caballos Viejos, varios de sus antiguos compañeros, hoy ya ancianos, llevamos con frecuencia a cabo para recordar todos nuestros viejos tiempos, que se han ido con la vida de prisa como el viento, en todo momento sentimos su presencia. Porque Enrique, aunque muerto, siempre cumple puntualmente la cita a la reunión semanal, en la que cada uno de nosotros encuentra que su vida corresponde a la de alguno de los Caballos Viejos de Ricardo Nieto, y Enrique es aquel caballo alazán que fue en las carreras el Rey de los vientos, que oyó las trompetas anunciando sus triunfos, que vio desplegarse banderas pregonando sus éxitos como consejero de Estado, ministro, embajador, maestro y decano y que, para la tristeza de todos y para Colombia la pérdida del mejor de sus hijos, oyó también el disparo del cobarde sicario que por haberle Enrique servido a su Patria le quitó la vida.


Enrique fue ese caballo que al sentir la muerte la aceptó con elegancia, sin miedo y enseñando una vez más lo que es el perdón, pues al caer herido con sus ojos azules miró a su asesino y le dijo: yo te perdono, pues la culpa de que me mates no es tuya sino de una sociedad injusta que en la infancia no quiso darte la oportunidad de educarte, que dejó de enseñarte valores y que muchas veces te negó el sustento. Hoy me matas, pero yo muero pidiendo a Dios por ti, para que entiendas el mal que le haces a Colombia entera y, en lugar de caer tan bajo, te levantemos muy alto para que en lo sucesivo te conviertas en una persona de bien, que en lugar de repartir el crimen, la mentira y el vicio de la droga por cualquier lugar al que vayas, seas un mensajero de paz que con tu experiencia liberes a los jovenes, e incluso a los viejos, del trago y de la droga, que sufre con los demás los dolores del prójimo, y que al lado de la Ley reconstruyas un país muy lindo como lo es Colombia, en el que siempre reine la justicia, pues si ella se respeta desaparecen el hambre, las riñas, todos los abusos y las desigualdades, y se recordará al compositor que más he admirado porque en su Himno a la Alegría pregona la belleza de aquel día en el que los hombres volverán a ser hermanos.


El decano y el amigo
Luis Fernando Ramírez H.

Corría el año de 1990 y me encontraba desempeñando el cargo de Decano de la Facultad de Economía en la Universidad de La Salle. Para finales de ese año fui llamado por el Gobierno Nacional a desempeñar un cargo directivo en el sector financiero público, razón por la cual no pude continuar al frente de esa unidad académica. Para el mes de marzo de 1991, el entonces Secretario General de la Universidad, Fernando Galvis Gaitán, me llamó un día muy complacido para informarme que las directivas de la institución habían designado mi reemplazo en cabeza del doctor Enrique Low Murtra, quien acababa de llegar de Europa de culminar su servicio diplomático.

Propuso organizar una cena para dar inicio al empalme en la Decanatura y para que nos conociéramos personalmente. Debo reconocer que me sorprendió el hecho de que el doctor Low, dados los altos cargos que hasta entonces había desempeñado, hubiese aceptado dirigir este Programa, pues para la época se encontraba en serias dificultades por baja demanda de estudiantes. Pero a la vez pensé que un Decano con esa amplia trayectoria académica y reconocimiento público era lo que se necesitaba para relanzar la Facultad y ampliar su cobertura. La noche de aquella cena aun la tengo presente. Enrique Low me pareció una persona sumamente sencilla, práctica, muy lejana al estereotipo de alguien que, como él, le había correspondido enfrentar desde el Ministerio de Justicia a las grandes mafias del narcotráfico del país. Yo, que continuaba como profesor de la Facutad, empecé a ver su estilo de trabajo. Cuidadoso, dedicado, preocupado por la calidad de la docencia e impulsor de la investigación formativa. Los pocos meses que alcanzó a estar al frente de la decanatura los dedicó a analizar el plan de estudios y a esbozar una propuesta de ajuste curricular que quería cristalizar.

Lo sentía muy cálido en el trato, respetuoso con los estudiantes, pero firme en sus convicciones alrededor de lo que debía ser la academia. Esto le valió la aceptación de la comunidad académica de sus decisiones orientadas a mejorar los procesos de enseñanza-aprendizaje. Su casa de habitación se encontraba en los alrededores de Unicentro y, como no poseía vehículo particular, las noches en que yo tenía clases al finalizar mi jornada nos encontrábamos y en el camino discutíamos alrededor de temas de la Facultad, de la Universidad y de la situación del país en general, mientras le conducía a su morada. Muy firme en sus convicciones nunca me pareció una persona asustada o prevenida dadas las amenazas y hechos violentos que le había correspondido afrontar, máxime la desprotección en que lo había dejado el Estado. Al contrario, se encontraba muy a gusto con su nuevo rol y lleno de proyectos para ejecutar desde la Decanatura.

Quizá esa confianza en sí mismo facilitó la tarea de quienes quisieron atentar contra su vida. Pues una de esas noches, al finalizar su jornada laboral y en la misma puerta principal de la Universidad que lo había acogido con tanta complacencia, un sicario le asesinó como señal de venganza de quienes fueron afectados con sus decisiones firmes, éticas y valientes en aras de fortalecer la dignidad de las instituciones de la República. Hoy, que un grupo de amigos se congrega para conmemorar su natalicio, en nombre de la Universidad de La Salle, en especial de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, queremos recordar su memoria y destacar los servicios que Enrique Low Murtra prestó a la nación como jurista, ministro de Estado, académico, diplomático y profesor de las mas destacadas universidades del país. Su vida y ejecutorias son, sin duda, un ejemplo para las nuevas generaciones por su compromiso ético, su convicción acerca de la justicia y el anhelo de contar con una nación libre del flagelo que nos han ocasionado las mafias del narcotráfico.



Una reminiscencia
Mauricio Pérez Salazar


En cierto sentido, mi amistad con Enrique Low Murtra tuvo inicio antes de que yo naciera. Hubo muchos paralelos entre la vida de Enrique y la de mi tío predilecto, Roberto Salazar Manrique. Eran contemporáneos y compañeros de curso en el Gimnasio Campestre. Ambos se formaron como abogados, llegando a la cima de su profesión. Ambos hicieron estudios de posgrado en economía. Ambos tuvieron distinguidas carreras públicas. Ambos se desempeñaron como ministros de Justicia en el gobierno de Virgilio Barco, durante el periodo más crítico de la lucha contra el Cartel de Medellín. Sobra decir que eran también amigos que se admiraban mutuamente.


Vine a conocer a Enrique luego de haber terminado mi carrera universitaria en el exterior. Él estaba a la sazón en la ANDI y yo trabajaba en mi primer puesto en Planeación Nacional. No sé si la afinidad entre Roberto y Enrique tuvo algún efecto, pero desde un primer momento éste me trató con el cariño y la confianza que hubiera podido recibir de un tío. Tuve, fugazmente, interés en vincularme al mundo de los gremios y, de hecho, el motivo de la entrevista fue explorar la posibilidad de conseguir un empleo en la ANDI. Enrique me dio el mejor consejo posible que todavía le agradezco: "No se salga de Planeación; es la mejor escuela que uno puede tener". 


En los años siguientes, nuestros contactos no fueron muy seguidos aunque siempre fueran cordiales. Me di cuenta de la importancia de ese amigo por la calidad de los cargos que vino a ocupar: Consejero de Estado, Director General del SENA y Ministro de Justicia. Pero en nuestros ocasionales encuentros siempre me impresionó su sencillez. El poder y el prestigio nunca afectaron su trato.


Siempre había reconocido la bondad esencial de Enrique, pero como ministro de justicia demostró otra cualidad que no siempre va de la mano con aquella: su inmenso valor personal. Al terminar su gestión en 1988 tuvo que salir del país para evitar que lo asesinaran. Fue a representar a Colombia en Suiza como embajador.


En 1991 regresó al país y reanudamos nuestra amistad. Poco antes yo había sido designado decano de la Facultad de Economía del Externado. Me había enterado de la gran contribución de Enrique a la consolidación de la Facultad como su decano a finales de la década del setenta y a principios del ochenta. Muestra de ello eran el respeto que se le tenía como maestro e investigador de su tema favorito, el derecho económico, y el universal afecto que se le profesaba. Por eso cuelga hoy su retrato en la Facultad de Economía del Externado, al lado de otra víctima de la violencia cobarde y estúpida: Jesús Antonio Bejarano.


Para mí fue una sorpresa grata que Enrique se reintegrara al Externado. Pero sentí algo de inquietud: por razones de hoja de vida y de trayectoria en el Externado, era apenas natural que Enrique considerara mi cargo como suyo y no dejé de pensar que pudiera ver a este recién llegado como usurpador. Este temor pasajero desconocía la nobleza de su carácter. En vez de advenedizo, me trató como hijo adoptivo. Siguió dándome valiosos consejos y apoyó mi trabajo con generosidad. 


Recuerdo los primeros meses de 1991 como especialmente amables. Por limitaciones de espacio, Enrique y yo compartíamos la misma oficina. Todos los días, tan pronto él llegaba, se organizaba una tertulia cuyo protagonista era Enrique y donde acudían otros profesores de la Facultad. Comentábamos los asuntos del día y Enrique relataba con mucho humor sus experiencias en Europa. Viene a la memoria un relato sobre la minuciosidad de los guardaespaldas que le había asignado el gobierno suizo, que pretendían acompañarlo hasta cuando iba al baño en su propia residencia. Nos explicó también el ballet diplomático de las renuncias protocolarias y el fracaso de sus intentos de transmitirle al canciller Luis Fernando Jaramillo su deseo de seguir en la sede de Berna.

Ambas anécdotas tenían como trasfondo los hechos de que su salida del país había sido motivada por problemas de seguridad personal y de que él no contaba a su regreso con protección alguna. Mirando atrás, fui ingenuo al ignorar que la vida de Enrique estaba en riesgo. Hice una extrapolación indebida de otro factor que nos unía: como ninguno de los dos manejaba, ambos nos movilizábamos en taxi. Y, de nuevo, mi error se hizo patente en los foros del Externado en Medellín y Cúcuta celebrados poco antes de su asesinato y cuyas ponencias fueron publicadas en el libro El derecho de los negocios internacionales (Externado 1991). 


Cuando llegué a Medellín, los responsables del foro me dieron noticias preocupantes. El día anterior, mientras Enrique hablaba, la audiencia se había retirado en masa. ¿La razón? Enrique había criticado las amnistías cambiaria y tributaria aprobadas en el marco de la apertura económica con estas palabras: "Es en todo caso extraño que la misma ley que entrega a los narcotraficantes el beneficio pleno de usar cuantiosas fortunas amasadas con el dolor de la patria, obligue a los exportadores de café a entregar la totalidad de su legítima ganancia a las arcas del Fondo Nacional del Café". Eso se interpretó como un ataque a Pablo Escobar y sus secuaces, lo que en el Medellín de la época conllevaba peligro hasta para quien lo escuchaba. Luego de mi conferencia en Cúcuta, los organizadores locales me comentaron con orgullo los preparativos para la recepción de Enrique el día siguiente: los carros blindados, las escoltas. Una vez más, mi reacción fue ingenua: "Pero si Enrique en Bogotá coge taxi, como lo hago yo". 


Días después Enrique fue asesinado por un sicario en motocicleta mientras esperaba un taxi. Era la víspera de la votación en la Asamblea Nacional Consttuyente del artículo sobre la prohibición de la extradición de nacionales. No creo irrazonable la interpretación según la cual Escobar estaría vengándose de las palabras de Enrique en Medellín y al tiempo enviándole un mensaje a los constituyentes. La mayoría a favor del artículo fue abrumadora. 


En la esquina donde abatieron a Enrique hay una placa conmemorativa, que transcribe estas palabras como suyas: "Me puede temblar la voz pero no la moral". En realidad, la frase fue pronunciada por Roberto Salazar, su sucesor en el Ministerio de Justicia. La ocasión de ésta, a finales de 1989, fue una sesión del Congreso en la cual varios parlamentarios impulsaban la prohibición de la extradición en contra de la posición del gobierno de Barco. Entre ellos se contaba Álvaro Uribe Vélez. 


Cuando se colocó la placa le dije a Roberto que le habían arrebatado su frase histórica. Él respondió que eso no estaba mal, porque en las mismas circunstancias era lo que hubiera dicho su amigo Enrique Low Murtra.



Evocación
Carlos Lemoine Amaya


Hoy, al recordar a Enrique Low, me viene a la memoria un poema de Ryokan, un maestro japonés:
¿Qué quedará como mi legado?
Flores en la primavera,
El hototogisu en verano,
Y las hojas secas del otoño.
Enrique fue valiente, honesto, académico, jurista y economista. Pero para los que fuimos sus amigos por encima de todas esas cualidades, estaba su cándida y cálida amistad.

El poema de Ryokan evoca el espíritu de un poeta que fuera en algún sentido como Enrique, cándido, amable, valiente, austero, maestro y símbolo excelso de lo mejor de su tiempo y su país.


Hace tiempo bebía sake en esta casa
Ahora sólo queda la tierra
Cubierta de retoños de ciruelo.

El bordado
Cuento tibetano


Érase una vez un pueblo miserable y triste. El paisaje era árido y gris, las casas estrechas y oscuras, y sus habitantes desesperanzados.

Vivía en ese pueblo una viuda con sus tres hijos. Con hilos de seda multicolor, ella hacía unos magníficos bordados que intercambiaba en el mercado por comida.

Una noche, tuvo una visión: su pueblo había cambiado totalmente. Las casas se habían vuelto amplias y estaban rodeadas de jardines con flores y árboles repletos de pájaros. Los niños jugaban al borde de un río cristalino que corría por donde antes había sólo polvo, y sobre las colinas verdes pastaban ovejas y vacas gorditas. En el sueño, su pueblo se había convertido en un paraíso.

Al despertar, la mujer sintió que su corazón ardía: tenía que bordar lo que había visto en el sueño. Trabajó día y noche durante tres años. Con las lágrimas que brotaron de sus ojos cansados bordó el río cristalino. Con la sangre de sus dedos laboriosos bordó flores, y un sol de amanecer. Cuando terminó, hasta el más pequeño detalle estaba ahí: cada pétalo, cada hoja, las plumas de cada pájaro y la sonrisa de cada niño.

Le mostró a sus hijos la obra terminada. Quedaron extasiados, pues jamás habían visto algo tan hermoso. El hijo mayor dijo, “Voy a llevarlo inmediatamente al mercado. Nos darán muy buen precio por esto.”

Al salir, una terrible ráfaga de viento le arrancó el bordado de las manos y se lo llevó por los aires. La mujer y sus hijos salieron corriendo tras él, gritando y alzando los brazos hacia el cielo, pero este se siguió elevando hasta que desapareció. La mujer sintió que su corazón se despedazaba. Una tristeza infinita invadió su alma y se enfermó gravemente.

El hijo mayor decidió ir en busca del bordado, pero pasó un año y no volvió. El segundo hijo se fue también, y al cabo de otro año, tampoco había regresado. Finalmente, el tercer hijo insistió en salir a la búsqueda y la viuda tuvo que despedirse de él, segura de que no lo volvería a ver.

El joven atravesó valles y montañas, hasta que llegó a una extraña cabaña frente a la cual había un caballo de piedra. De la cabaña salió una anciana horrible que llevaba en las manos un montón de piezas de oro.

Ella dijo: “Sé lo que estás buscando, pues ya tus hermanos pasaron por aquí. Les ofrecí tanto oro como el que te estoy mostrando para que abandonaran su búsqueda. Ellos aceptaron. A ti también te daré estas monedas si te olvidas del bordado”.

“No quiero tu oro. Sólo dime donde se encuentra el bordado de mi madre”.

“¡Bah! Está bien: te lo diré. No fue el viento el que se llevó el bordado, sino el Espíritu del Silencio. Se lo llevó porque le pareció tan hermoso que decidió guardarlo en su templo para protegerlo. Si logras llegar allá, él te lo devolverá, pero primero tendrás que plantar unos dientes tuyos en la boca de este caballo de piedra y… no creo que seas capaz de hacerlo.”

El joven, sin dudarlo un instante, cogió una piedra y se rompió los dientes. Los plantó en la boca del caballo, que inmediatamente cobró vida.

Juntos atravesaron océanos de hielo, desiertos infernales y tormentas de fuego, hasta que llegaron a la morada del Espíritu del Silencio. El joven lo encontró en su templo, sentado, flotando, con el bordado doblado entre sus manos.

“Bienvenido, muchacho valiente. Aquí te devuelvo el espléndido trabajo de tu madre. Gracias por haber llegado a mí.”

Apenas el Espíritu le devolvió el bordado, el joven se encontró frente a su madre y se lo entregó. La mujer lloró de alegría al ver que su hijo había regresado.

Afuera estaba amaneciendo, y quisieron ver el bordado a la luz del sol. Esta vez, al desdoblarlo, una brisa ligera se los quitó de las manos. El bordado empezó a agrandarse y a extenderse, hasta volverse como un manto celeste. Luego descendió suavemente y se posó sobre el pueblo y el paisaje, transfigurándolo todo. Cada pétalo, cada hoja, cada pluma, la sonrisa de cada niño, todo lo que estaba en el bordado estaba ahí.

Así, el sueño se hizo realidad.

Se dice que soñar no cuesta nada, pero pienso que este cuento nos enseña que sí cuesta mucho: tener la visión, hacer el trabajo, mantener la integridad, hacer el sacrificio, perseverar, conservar la fe y estar iluminado por el amor.

Gracias a Enrique Low Murtra por habernos mostrado esto con su propio ejemplo. Espero que en nuestro país haya cada vez más personas siguiendo sus pasos, para que se haga realidad esa Colombia soñada.

Amalia Low